SER PUNK ES PARA TODA LA VIDA

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domingo, 27 de octubre de 2013

HABLA RODRIGO LANZA #EN MIS CARNES

Muchas veces no somos conscientes de la influencia que tiene el entorno en nosotros, en nuestra forma de actuar, entender y relacionarnos con el mundo. Somos incapaces de notar cómo nos condiciona el medio en nuestro día a día, y cómo nuestra personalidad y forma de ser se ve influenciada, y a veces contaminada, por él. Me llamo Rodrigo Lanza Huidobro, ahora mismo tengo 27 años y me encuentro preso en segundo grado en la cárcel de Quatre Camins. “Caí” preso con 21 años y soy consciente de que aún me queda un año de encierro por pagar, con suerte con un tercer grado, aunque dudo mucho que obtenga una condicional antes del final de mi condena.
Es complicadísimo escribir sobre la cárcel cuando ésta forma parte de ti; más aún, cuando empiezas a abrir los ojos y te das cuenta de todo lo que has perdido, todo lo arrebatado, todo lo vivido y llorado, dentro y fuera de estos muros, en soledad y acompañado de tu familia y amigos. Éste será mi primer intento de sacar un poco el peso que he ido acumulando con los años y exteriorizarlo de  manera ordenada o, al menos, lo más estructuradamente posible. Sé que mi caso, como el de cada uno tras los muros, es único y personal. Así pues, no pretendo explicar lo que es estar entre rejas ni definir lo que es la cárcel, el poder, la represión, la sumisión, la rebeldía y la venganza como si lo que yo expresara aquí fuera la única Verdad. No es mi objetivo intentar empaparos con mis opiniones, pero si logro  abrir una ventana, perforar un boquete en esta pared, me daré por satisfecho.
Mi primer ingreso en prisión fue la noche del 6 de febrero en la cárcel Modelo de Barcelona. De todos modos, antes de remontarme a la fecha del ingreso, debería retroceder hasta la madrugada del 4 de febrero del 2006, que fue cuando me/nos detuvieron a mí y a otros 8 jóvenes más. Tengo muchas cosas que decir respecto a nuestra detención, nuestros cargos y posterior condena, muchas de las cuales se pueden encontrar fácilmente por la red si a alguien le interesa. Pero la intención de retroceder hasta entonces es, básicamente, no desligar la función y compromiso que tienen las instituciones de fuerza y seguridad del Estado -incluso las de justicia- en la cárcel. Sé que debería centrarme en el encierro en sí, pero hay que decir y dejar claro que el encierro empieza en ese momento y no necesariamente el día que entras en una celda. Ésta no deja de ser un calabozo acondicionado para que puedas pasar una larga temporada en él. Yo y todos quienes estuvieron encausados conmigo, sin excepción, estuvimos acusados en diferentes grados por haber causado lesiones a Guardias Urbanos. Digamos que nuestro paso por comisaría no fue de los mejores, ni mucho menos tranquilo, en especial para los tres sudamericanos que nos encontrábamos en el grupo, contra quienes la “madera” tuvo un trato un tanto especial, a base de palizas continuadas, tortura psicológica, amenazas, insultos racistas y un largo etcétera. Todo ello ocurrió durante los dos días que estuvimos en dependencias policiales, fueran cuales fueran éstas. Tras estos dos días de detención en diversas comisarías, nos llevaron a los juzgados a declarar. Fuera nos esperaba nuestra gente, gritando para animarnos, cosa que agradecí una enormidad.
Mi entrevista con la juez tampoco fue lo que me esperaba. Me miraba como si fuera lo peor del mundo y me hizo preguntas mucho más duras que las del fiscal. En un momento del juicio, se dirigió a mí para decirme literalmente: “Aunque vengan mil como tú, tengo la versión policial…”. Me quedé de piedra. En mi vida pensaba que llegaría a ver algo tan descaradamente injusto dicho por una autoridad que en teoría está para impartir “justicia”, o lo que ella entienda por justicia. Intenté explicar lo de las palizas en comisaría y que no había hecho nada, pero ella seguía convencida de que era una especie de terrorista y mientras más me defendía, más se encolerizaba. Al terminar la declaración me bajaron otra vez al calabozo, donde se nos comunicó a mí, a Alex y a Juan, nuestro ingreso en prisión. Los demás detenidos salieron en libertad condicional a la espera de juicio.
En cierto modo, entrar en la cárcel supuso un alivio, pues dejamos de estar en manos de policías y caímos en un entorno bastante menos violento. Sé que puede parecer ilógico, pero así lo viví yo. Digamos que la primera noche en la que pude dormir algo (después de la detención, claramente) fue entre rejas, entre los presos. Esa primera noche fue en la Modelo, aunque la mañana siguiente fui trasladado con Juan a la cárcel de Jóvenes de la Trinitat. Ahí tuve mi primer contacto real con lo que yo llamo un “portavoz carcelario” que vendrían a ser tutores, psicólogos, asistentes sociales… En la Modelo también hablamos con una, pero básicamente nos hizo rellenar unos formularios para ver nuestros conocimientos y nivel educativo y poco más. En la Trinitat fue diferente. Tuve entrevistas con al menos tres “profesionales” durante los dos o tres días de estancia en el Módulo de Ingresos y, cada cual, más extraña y bizarra. No recuerdo ahora muy bien qué se me preguntaba. Han pasado más de seis años desde entonces, y aún me encontraba un tanto perdido, pero sí recuerdo la sensación de sentirme examinado como un bicho por un entomólogo morboso. Me sentía explorado con una fascinación un tanto obscena. Desde el comienzo, tan solo con la forma de presentarse, dejaban claro unos límites de confianza entre entrevistador y entrevistado, que lo hacía todo aún más frío y desagradable. Preguntas sobre tu familia, tu pareja, la relación con tus padres y hermanos, etc. Todo ello, en un momento en el cual más que hablar, necesitas preguntar o, como mínimo, que te dejen en paz. Lo único que deseaba era que se acabara todo pronto. Escuché frases como: “ahí dentro no hay otros okupas y vais a estar solos”, “mejor que te cortes esas rastas”, “ojo que hay mucho nazi” que consiguieron asustarme. No había estado nunca en la cárcel y mi idea de prisión era lo que sabía y había visto en Chile, o sea, que me preparaba para algo mucho peor de lo que finalmente me encontré.
Tras los días de aislamiento en Ingresos, una tarde nos comunicaron que pasaríamos al módulo y que recogiéramos nuestras cosas. Sentí un gran nerviosismo y ansiedad. Puede que incluso algo de miedo y excitación cuando recorrí esos pasillos por primera vez, con mi colchón, sábana y almohada bajo el brazo, y una bolsa de basura con jabón, cepillo de dientes y demás productos de higiene que te dan al ingresar. Lo que nunca se me borró fue el olor. Ese aroma desagradable a desinfectante y falso limpio que todo lo impregna, que te ahoga, aunque al final acabes acostumbrándote a él. Una imagen que se quedó grabada en mi mente fue la llegada al búnquer de funcionarios. Había un grupo de presos esperándonos precisamente a mí y a Juan: “¿Vosotros sois los del madero en coma?” Al decir que sí, hubo un barullo de felicitaciones y apretones de mano que me aliviaron bastante, aunque a los carceleros de ahí no les hizo ninguna gracia. Y mientras más muestras de apoyo recibíamos por parte de los presos, más se enfadaban los de azul, tomándoselo como algo personal, haciéndonos la vida más difícil y amargándonos, aún más, la existencia entre rejas. Parecía que su función era la de tomarse el castigo y la venganza por su mano (cosa que no dista mucho de la realidad).
A las pocas horas, me instalaron en el que fue mi primer chabolo. Los primeros momentos de rutina carcelaria cuestan bastante. Te sientes perdido e intimidado. Percibes la mirada fría y odiosa del carcelero mientras haces la fila para entrar a cenar, esperando el más mínimo error para gritarte, imponer su poder y demostrarte quien manda entre esos muros. Te sientes totalmente desvalido e impotente. Al terminar mi primera cena, y cuando me disponía a salir del comedor, un carcelero me impidió el paso y me ordenó sentarme y esperar. Supuse que nos avisarían de algo a mí y a Juan, pero cuando nos vimos los dos solos en el comedor rodeados de carceleros, empecé a entender que el asunto iba por otro lado. Nos hicieron ponernos de pie y nos cercaron. En ese momento uno de los carceleros nos amenazó, diciéndonos que ahora estábamos en sus manos y que si se nos ocurría atacar a uno de ellos lo íbamos a pasar bastante mal. Terminó su monólogo cogiéndonos de las cabezas y haciéndolas chocar entre sí. Luego nos fuimos a las celdas.
Ahora que lo pienso, creo que ése fue el primer momento en mi vida en el que quise matar a alguien. Sentí odio de verdad y toda mi mente se concentraba en idear formas violentas de vengarme del “puto carcelero pelirrojo”. No entendía nada, no entendía el por qué de todo eso, el por qué de la prepotencia, del abuso, y de toda la gente que de una manera u otra apoyaban, cooperaban y/o fomentaban todo este sistema de violencia y encierro. ¡Me cagaba en todos ellos! Desde el policía, hasta el que conduce el camión de suministros alimentarios para la cárcel, pasando por jueces, carceleros, tutores, psicólogos y todo profesional vinculado a la prisión. ¿Me veían como un delincuente peligroso? Pues pensaba convertirme en ese delincuente, pero no por ellos, sino por mí.
Al día siguiente, tras la primera noche en el módulo común en la Trinitat, recibí la visita de mi familia. Estaba mi madre, mi hermano y mi padre, que había viajado desde Italia al enterarse de mi detención. Creo que fue uno de los momentos más duros por los que hemos pasado como familia. Al comienzo, fue la alegría y el alivio de podernos abrazar tras casi una semana, pero ver a tu madre llorar en tus brazos es algo que te llega hondo y no se borra en la vida. Creo que todos lloramos en esa fría habitación del vis a vis familiar compartido. Todos soltamos un poco de angustia y aprovechamos para demostrarnos a nosotros mismos que seguíamos siendo fuertes, que a pesar de la situación, seguíamos unidos como familia y nos apoyaríamos en todo. Les conté todo lo que recordaba, todo lo del calabozo, las palizas y humillaciones. Les mostré los moratones que tenía por todo el cuerpo y mi nueva nariz desviada. Les dije que, a pesar de todo, estaba bien (frase que repetí durante años y aún mantengo). Que la cárcel no parecía tan mala y peligrosa, que aguantaría lo que hiciera falta y que pronto estaría afuera.
Esto último, fue una constante durante el primer año. Las esperanzas de salir pronto, cuando vas mirando la realidad a los ojos, poco a poco se desvanecen. Pero en ese momento, estábamos aún llenos de esperanza. Me sabía inocente y esperaba de un modo u otro una noticia que me devolviera la libertad. Una prueba o algo que mostrara el error que se había producido conmigo y los demás. De alguna forma, esperaba justicia que viniera por parte de las instituciones. Ahora miro atrás y me doy cuenta de lo iluso e inocente que era. La visita duró poco más de una hora y la despedida fue durísima. No quería alejarme de mi familia y no entendía cómo no podía irme con ellos después de haberlos abrazado. Bueno, claro que conscientemente comprendía lo que pasaba, pero el corazón no responde a lógica y cada despedida era como una puñalada en el vientre. Me alivió mucho ver a los míos. Me llenó de fuerza y alegría, pero por otro lado me dejaba melancólico y triste, agotado y perdido.
Volví a la celda sin ganas de nada, ni siquiera de cruzarme o hablar con nadie. Sólo quería tumbarme, dormir y despertar en mi casa, como si nada hubiera pasado. Sentía un nudo en el pecho como nunca lo había sentido antes y sólo tenía ganas de llorar, aunque no fui capaz de derramar una sola lágrima durante los primeros años entre rejas. Tampoco era que no me lo permitiera. Simplemente era como si no aceptara el hecho de estar preso, que no me lo creyera, y que a la vez me intentara convencer de que era lo suficientemente fuerte para pasar por eso como si nada. Por otro lado, una de las primeras cosas que te das cuenta al entrar, es que pierdes toda intimidad. No quería que nadie me viera llorar. Y al no permitírmelo durante los primeros meses, me lo fui guardando y guardando, hasta que se me olvidó, incluso, cómo hacerlo. No sé realmente de qué manera fui soltando toda la pena y toda la rabia durante esos años entre rejas. Supongo que dejaba ir toda mi ira aprovechando el deporte y las riñas entre presos. La intentaba ocultar con risas, abrazos y conversaciones y así, con el paso del tiempo, fui creando muchas máscaras, que en cierto modo se han convertido en parte de mí. La primera vez que volví a llorar fue al salir tras mis primeros dos años de prisión preventiva. Una estúpida pelea sin sentido con mi hermano abrió el grifo. Comencé a llorar sin parar, desconsolado, tanto que casi no me sostenía en pie. Ya no lloraba por la pelea, sino por el hecho de llorar en sí. Llamé a mi novia llorando y me acuerdo haber llegado a pie a su casa y haber seguido llorando otra media hora en sus brazos, ya casi sin lágrimas que derramar. Lo pasé fatal, pensé que la cabeza me iba a estallar, pero al día siguiente me sentía como nuevo. Pude respirar, al fin, un poco mejor.
Mis primeros contactos y amistades entre presos fueron con mis “paisanos”, los demás chilenos. Hay que dejar claro que, al ser inmigrante, se entra en prisión bajo otra condición. Aunque no lo busqué, generé unos lazos con los demás inmigrantes presos. Nunca fui tan consciente de mi condición de inmigrante latinoamericano como cuando pisé el patio de la cárcel. Ahí era un latino, también un punki, pero, sobre todo, un latino. Hay que dejar claro que los roles se invierten en la cárcel y, el inmigrante, al ser mayoría, goza de un poder que jamás tuvo en la calle. Poder que puede corromper y transformarnos en lo que criticábamos, un poder con el que hay que tener mucho cuidado. Aún así, debido a éste y otros aspectos de mi persona, así como a la propia estructura de la cárcel, me vi bastante respaldado entre la comunidad latina e inmigrante en general. Quiero dejar claro que tampoco me sentía muy a gusto con la peña patriótica. Nunca me he sentido “muy chileno” por mi parte y, salvo un par de excepciones entre mis paisanos, -excepciones que no por casualidad siguen siendo mis amigos después de tantos años-, no creé lazos tan fuertes individualmente. Supongo que son estrategias y tácticas inconscientes que utilizamos para vivir en ambientes hostiles. Al fin y al cabo, juntarte con tus semejantes cuando te sientes solo, es lo más parecido a tener una familia.
Poco a poco la rutina te atrapa y te vas acostumbrando a verte ahí todos los días. Con el paso de los meses, comienzas a obviar la presencia de carceleros, muros y rejas. ¡Claro que siempre están allí y siempre las ves! Eres consciente de que estás preso y de hecho lo encuentro algo básico y necesario para mantener tu dignidad. Pero podríamos decir que dejas de torturarte por verte ahí encerrado. Empiezas a pensar qué hacer en tu día a día, para que el tiempo no se te haga eterno. Tanto es así, que las semanas las mides como el espacio que hay entre una visita y otra. Así comencé, pues, con mis actividades. Me inscribí en un taller de pintura y empecé con el deporte, específicamente, con el baloncesto. Al principio, me interesaba por la actividad en sí. Más tarde, fueron las relaciones humanas y los vínculos creados entre las personas. Fue así como conocí a Agustín, de pintura, y a Joséca, de deporte, ambos trabajadores y monitores del centro. Con ellos me abrí y entendí un poco las diferencias entre unos y otros trabajadores carcelarios. Es muy complicado tratar como un igual a alguien que está ahí por trabajo, cuando tú lo único que quieres es irte. Ver como compañeros a estos otros que vuelven todos los días a sus casas, mientras tú te quedas ahí. De hecho, esto hay que recalcarlo, no somos iguales. Aún así, valoré mucho el trabajo de algunos trabajadores y su esfuerzo en abrir ventanas y crear lazos reales de amistad, a pesar de los roles que desempeñamos cada uno en ese ambiente cerrado. Hay que diferenciar quién va a la cárcel a reprimir y quién intenta ayudar. También estos últimos sufren las restricciones de un entorno opresor.
Me gustaría remarcar que nunca he pasado el límite de confraternizar con un uniformado. Puede que por prejuicio de ambas partes, puede que simplemente por lo que he visto y vivido en mis carnes, pero me alegro de que haya sido así y realmente no tengo intención de cambiar eso. Es un mundo de diferencias entre los que abren un espacio de creación o de desahogo y los que te cierran la puerta que te separa de la libertad; o bien, intentan rehabilitarte o reinsertarte en nombre de una sociedad enferma y una justicia podrida.
Otro taller en el que pude sacar lo que yo era, sin tanta máscara ni actuación, fue en Audiovisuales con Finmatun . Aunque aquellos, realmente, no eran trabajadores del Centro Penitenciario y, tan sólo recibieron de éste un espacio en el que desarrollar su actividad. Rita fue uno de los grandes motivos por el cual me mantuve en audiovisuales durante todo el tiempo que pude. Coordinaba el trabajo de esta asociación y nunca nos trató como a presos, sino como a iguales. Se rompían esas normas estúpidas de distancia física. Podíamos decir lo que pensábamos, sin miedo a represalias e, incluso otros internos, comenzaron a reforzar una visión crítica más fundamentada, gracias a varios debates que ahí tuvimos. Realmente fue un regalo. Y me encanta tener a Rita, aún hoy, como una gran amiga.
Al cabo de unos cinco meses de entrar, debido a una serie de irregularidades e injusticias que veníamos viviendo desde nuestra detención por parte del juzgado y la juez de instrucción, decidimos con mi madre, Juan, Álex y yo mismo, empezar una huelga de hambre, pidiendo nuestra libertad condicional a la espera de juicio, la aceptación de pruebas que se nos denegaban y un juicio justo. Claramente no obtuvimos nada de esto. Pero sí que me aportó una serie de experiencias que deseo recalcar. Lo más divertido fue ver el miedo que generó la huelga de hambre en la dirección de la Trinidad. Comunicamos directamente nuestra decisión al subdirector de la cárcel, quien, de hecho, venía a hablar con nosotros cada vez que lo requeríamos. Esto puede parecer superfluo, pero hay que entender que casi el 90% de la población reclusa jamás había cruzado siquiera una mirada con él, aún cuando hubieran pedido una entrevista. Supongo que algo tuvo que ver el hecho de que hubo varias convocatorias en las puertas de las cárceles a las que acudieron varios amigos y compañeros pidiendo nuestra libertad. Resultaba patético ver al director intentando convencernos de no hacerla porque, según él, no íbamos a conseguir nada, cuando sabíamos, perfectamente, que lo único que le preocupaba era la tranquilidad en el Centro. Hablar con él fue como negociar unas condiciones de paz, que ninguna de las partes mantendría, pero tenía ese elemento de falsa cordialidad y desprecio mutuo contenido. A mí me resultaba chistosa toda la situación y, debo admitir que viéndome ahí con 21 años, me generaba incluso cierta sensación de poder, o de falso poder, con el que me sentí muy a gusto. Puede que pecara de soberbia o arrogancia, pero estaba dispuesto a jugar mis cartas y no pensaba agacharme ante un director de cárcel por más superior a mí que se sintiera.
De la huelga de hambre podría decir muchas cosas, pero creo que en este momento debería centrarme en una conversación que tuve con la psicóloga del Centro que nos venía a ver, semanalmente, durante el mes que estuvimos en enfermería. Básicamente fueron las mismas preguntas que hacen todos siempre, ahora con la intención de convencerme que desistiera en mi no-comer. La situación era un sinsentido, me preguntaba: ¿cómo una persona con tan poca capacidad de análisis y de autocrítica podía llegar a ser psicóloga y aconsejar a otra gente?. Una frase fue la que me sorprendió más que cualquier otra. En un momento de la conversación, en la que le explicaba lo importante que era para mí seguir defendiendo mi verdad y lograr que se me escuchara, me dijo literalmente: “Tu problema es que tienes muchos ideales”. Me quedé de piedra, me levanté ahí mismo y me retiré de la habitación dando por concluida nuestra conversación. ¿Cómo alguien puede decir que tener ideales es un problema? ¿Cómo pueden dejar a alguien así la responsabilidad de guiar a personas en momentos delicados de su vida? ¿En qué querían convertirnos? Muchas cosas quedaron de esa vivencia, muchas sensaciones y recuerdos que aún, a día de hoy, marcan mi día a día. Un escrito personal de aquella época recoge este sentimiento:
¿Cómo se puede sobrevivir?
¿Cómo se puede estar en una ciudad
sin recorrer sus calles?
¿Cómo se encierra un futuro?
¿Cómo soñar cuando la belleza es ajena?
Me encuentro en un sitio de grises autoritarios,
de risas que nacen sólo para combatir la monotonía
y juegos para someter la locura
En un sitio de esquinas puntiagudas,
de ventanas enrejadas y puertas sin llave
El tiempo no pasa…
…flota
¿Cómo se puede sobrevivir?
El sol ya no me acaricia y la lluvia no me humedece.
Me encuentre entre un barranco y una montaña
desnudo, frágil
¿Cómo escapar?
¿Estaré sólo?
Mañana estaré mejor, espero…
… no puedo
Me encuentro entre el olvido y la memoria
entre sumisión y resistencia
Mi cuerpo, débil, agoniza
mi mente viaja y lucha, rebelde, desobediente
estoy vivo.
Creo que éste fue un momento de inflexión para mí. Después de un mes de huelga y tras haberla dejado, intenté centrarme en estudiar el entorno que me envolvía para poder defenderme de él. Fue así como pedí Vigilar y castigar de Michel Foucault,  que vino acompañado del regalo de Huye, hombre, huye de José Tarrío Gonzalez. Un libro que me marcó y me acompañó durante toda mi estancia en prisión y que recomiendo a todo el mundo, entre otros tantos libros, con una visión crítica sobre la cárcel y otras instituciones de vigilancia. Su lectura permitió que me fijara en las cosas que iba viviendo. En el momento de mi detención,  estaba estudiando Historia en la Universidad de Barcelona. Aunque realmente lo que siempre me atrajo fue la antropología, ahora tenía la oportunidad de estar en uno de los mejores campos de estudio que podía encontrar. Quisiera o no, iba a tener que vivir esa experiencia y lo mejor que podía hacer era vivirla a fondo y aprender de ella. Los libros eran básicamente un apoyo y una guía para ordenar toda la información que iba asimilando; pero también encuentro fundamental que cualquier persona que esté documentándose o investigando sobre prisiones, escuche la voz de los presos. Creo que de todo lo escrito sobre la cárcel, sólo una ínfima parte viene directamente de sus protagonistas y, desde mi punto de vista, es en ese vivir visceral donde se podrían encontrar las respuestas.
En un momento comenté que el tiempo para mí lo marcaban las visitas y las comunicaciones. El fin de semana era el día más esperado. Hablar con los colegas, aunque fuera a través de un cristal, ver a tu familia, tener un vis a vis con tu novia, eran los únicos momentos que te recordaban que aún había un mundo, fuera, esperándote. Que no estabas muerto en vida y que seguías importando a mucha gente. Los vis a vis y comunicaciones suponían, sin embargo, un desgaste emocional muy fuerte. Desde el comienzo de la espera, las ansias de entrar a comunicar, el miedo de que no vengan, y lo corta que se hace esa media hora, a través del cristal -que te amputa el alma-, hacían que incluso el momento más dulce de toda la semana fuera difícil de sobrellevar. Hay que sumarle, además, las ganas de mostrarte entero y fuerte ante de los tuyos. No se puede describir un vis a vis. Tengo amigos que no han podido ir a verme,  sólo han podido entrar una vez a comunicar, por todo lo que supone emocionalmente ese proceso: el verme ahí, no tocarme siquiera y luego tener que irse con la sensación de dejarme atrás. El vis a vis es aún más duro y fuerte, ese contacto que extrañabas, ese abrazo de despedida en el cual intentas quedarte con el olor de tus seres queridos. El despedirte de tu novia, cuando lo único que quieres es quedarte con ella y pasar una noche juntos. Piensa en esto y alárgalo durante años y, aún así, no entenderás lo que es.
Tras el juicio, y sin previo aviso, soltaron a Juan. Entonces pensé, convencido, de que todo el marrón me lo comería yo, pues era el principal encausado y el que tenía los cargos más graves. Viendo que a mí no me soltaban y todos los demás encausados estaban ya en la calle, se me cayó el mundo encima: “Me van a caer los 16 años enteros” pensé. Y, rápidamente, tras dos años preso, y después del juicio en la Audiencia Provincial, me soltaron en libertad condicional a la espera de juicio. Mi salida fue comunicada esa misma tarde, con el tiempo justo para recoger mis cosas y despedirme de mis amigos. La despedida fue de lo más bonito y a la vez duro que he vivido. Las ansias y alegría de dejar ese lugar se mezclaban con la pena y la impotencia de dejar, ahí dentro, a tus amigos. Lo duro que es despedirse de alguien que no sabes cuándo vas a volver a ver, que lo dejas ahí, preso, fue algo que aún recuerdo como si hubiera pasado ayer. Fue ese día en el que me di cuenta de cuántos amigos había hecho en la cárcel. Cuando bajé al patio, casi sin darme cuenta, me había despedido de casi todo el mundo y, con cada uno de ellos, podría decir que compartí experiencias y camino. Sé que puede parecer muy irónico el decir que la salida fue muy dura, pero es así como la viví. Especialmente con dos grandes amigos míos, el “Pelos” y el “Gytis”. Fue ahí, en el chabolo, los tres solos, cuando fui consciente que debía dejar a dos hermanos entre rejas.
Al salir, lo primero, el horizonte. Llevaba dos años sin ver más allá de un muro a diez metros de mí. Al verme en la calle, la perspectiva, las distancias, las luces y el cielo, fueron como una avalancha de paz. No había nadie esperándome, pues “curiosamente”, ni la asistenta social ni nadie había avisado a mi familia. Realmente me alegré de tener ese momento de soledad, un respiro de tranquilidad y silencio, de aire y espacio, entre las palabras de despedida y los abrazos y besos de reencuentro. Siempre me imaginé saliendo solo, sin nadie esperándome. No sé muy bien por qué, pero siempre lo visualizaba así y, así fue como pasó. Di gracias de tener el tiempo de hacer esa transición y no salir de un estado a otro sin descansar la mente.,aunque fueran unos minutos mientras esperaba a mi madre y a mi hermana tras haberlas llamado desde una cabina pública. Imaginaos el salto que hicieron cuando les dije: “Estoy fuera, en la puerta. Ven a buscarme!”. A la hora ya estaba en casa y habían acabado mis dos primeros años de encierro.
Podríamos pensar que la salida de la cárcel es lo más fácil, o bien que una vez cruzada la última puerta, todo ha terminado. No es así. Realmente dos de los procesos más difíciles por las que una persona tiene que pasar al entrar en la cárcel son, específicamente, estos cambios de medio, de vida, de todo… Cuesta un mundo retomar la normalidad.   Sólo alguien que ha estado preso comprende realmente lo que es estar preso. Recuerdo las paranoias, el agobio de bajar al metro, la violencia que llevaba encima y lo que me costó soltarla. Recuerdo haberme dado cuenta de que ya no era el mismo Rodrigo de antes. No podía mirar con indiferencia lo que sucedía a mi alrededor. Todas las conversaciones me parecían banales. Me indignaba ver a la gente ahogada en problemas superfluos y no entendía cómo la mayoría podía caminar tranquila, cuando a nuestro alrededor había tanta gente sufriendo. Veía actos y actitudes despóticas en todos lados. Gente que juzgaba a otras personas, incluso a sus amigos, con una ligereza que me asustaba, mientras criticaban un sistema que ellos mismos reproducían. Creo que aprendí a quedarme callado y a escuchar, cosa ya bastante difícil en mí, pero no sabía en ese momento ni quién era ni por dónde empezar a vivir; qué es lo que quería que fuera mi vida.
La cárcel te deja una marca, un peso sobre los hombros que vas cargando día a día y en cada momento. Como una profunda sensación de melancolía que lo intensifica todo. Te sientes a ti mismo distinto, crecido, fuerte y a la vez frágil y sensible, a veces mirándolo todo como desde la lejanía, en una burbuja donde nadie logra verte realmente. Cuando la gente te pregunta, unas veces no quieres decir nada y otras quisieras soltarlo todo, pero sabes que aún así no serviría de mucho. Repites una y otra vez la misma historia.  No recuerdas si realmente las cosas han sido así o lo has aprendido por repetición. Intentas no involucrarte demasiado en tu propio discurso, porque en el fondo, sabes que si sigues ahondando llegarás a un lugar donde las heridas aún no han sanado. Y eso, sin duda, da miedo. Aunque a veces ayuda.
¿Cómo la gente puede llegar a creer que alejándote de tus seres queridos, de tu familia, de tus amigos, puedes volverte mejor persona? ¿Cómo pensar que, sin contacto humano, se puede llegar a ser un ser humano equilibrado? A un perro que se le enjaula y se le golpea a diario… ¿Lo soltaríais después de unos años entre la multitud? Sólo cabría esperar violencia en él. Violencia que es lo único que conoce, violencia generada por el miedo y el instinto a protegerse de quienes lo han convertido en lo que es. Por primera vez en mi vida, conocía el odio y la rabia, la impotencia y la sed real de venganza. Eso era lo que habían hecho conmigo. Son sensaciones que pueden llegar a ser útiles. Ahora pienso que el odio puede ser impulsor de muchos cambios beneficiosos, la rabia puede impulsarte a conseguir lo que anhelas. Lo que realmente quería era compartir ese odio, compartir esa rabia, esparcir la pólvora para que la gente entendiera todo lo que consienten desde su apatía.
Los siguientes dos años en libertad condicional los pasé en Zaragoza. Una serie de desilusiones y encuentros con la policía, sumado a lo que acababa de vivir, hicieron que para mí Barcelona se convirtiera en una ciudad inhabitable. Salir de aquí fue como resetearme un poco, e intentar aplicar todo lo que había pensado en la cárcel. Tener tiempo de estar conmigo mismo y con mi novia, compartir desde la intimidad y retomar la vida donde la había dejado.
Me enteré de que tenía que entrar otra vez en la cárcel por un amigo mío. El impacto fue brutal. Llevaba dos años en “semi-libertad” y la sola idea de volver me mataba por dentro. Esto fue lo que escribí al enterarme de mi inminente entrada en prisión, cuando mi amigo Borja, me lo comunicó.
Acabo de recibir la sentencia del Tribunal Supremo, en la que dictamina mi inminente entrada en prisión, por un crimen que no he cometido, perdón, mi segunda entrada…
A veces no sé qué pensar, siento muchas cosas a la vez: agradecimiento a la gente que ha creído en mi y en la VERDAD, antes que cualquier cosa; rabia e impotencia ante los y las que se niegan a ver la verdad y que prefieren juzgar y enjuiciar al “débil” antes que hacerlo con un sistema, que habla sobre integración, justicia y democracia, mientras por detrás de la cortina, juega a un juego muy diferente de corrupción y sumisión; cólera al ver cómo, no solamente me hacen sufrir a mí con esta injustificada condena, sino a muchas personas más, amigos, hermanas y compañeras que han luchado para mantenerse en pie ante la maraña de intereses, a la que llaman justicia.
Una sentencia basada sólo en intereses políticos,  no en buscar al “culpable”, lo pongo entre comillas porque la verdad es que deberían buscar entre ellos.
Esto que estoy viviendo, desde el inicio, ha sido un caso lleno de “irregularidades”. Desde que lavaron la calle donde sucedió todo borrando las pruebas, hasta la actitud de la Jueza de Instrucción, que no sólo nos negó la posibilidad de investigar, sino que rechazó todas y cada una de nuestras peticiones, sin tomar en consideración las pruebas que confirman nuestra inocencia, como la primera versión del caso, del entonces Alcalde de Barcelona, Joan Clos que, al recibir un informe (de la policía, claro), afirmó públicamente la versión de que un macetero cayó desde un edificio y golpeó al policía herido. Esta primera versión oficial confirma nuestra inocencia.
No sé muy bien qué contar ahora realmente. Siento que el mundo se derrumba frente a mis ojos, pero, a la vez, me siento mucho más fuerte que nunca. No es el momento de flaquear ni nada parecido, toda la ira y la impotencia que tenemos no debe quedarse ahí, sino salir en busca de la lucha por la verdad. Como es bien sabido: “si luchas puedes perder, si no luchas estás perdido”. Pues quiero que sepan que no estoy perdido, ni mucho menos, que seguiré luchando hasta mi absolución y que no pienso esconder la cara ante los mentirosos que me acusan de algo que no he hecho, que sé que no estoy solo, ni que mi caso es único, que sigo fuera y por más encierro o años que me tiren encima no lograrán callarme. La lucha por la verdad es la lucha por la libertad y a pesar de saber que estaré entre rejas, no lograrán encarcelar mis sueños, ni las luchas que me acercan a estos.
El 29 de diciembre del 2009, tras dejar todas mis cosas listas para pasar una temporada encerrado, me presenté en la cárcel Quatre Camins. Me presenté el 29 porque no quería que el año nuevo fuera como una despedida. Tampoco quise que mucha gente me acompañara a entrar, tan solo fue mi familia y Gytis. Tras dos días en Ingresos y la correspondiente entrevista con el psicólogo y cacheo médico, me llevaron al módulo 3. Poco tengo que contar al respecto. Todos los patios se parecen un poco y, al conocer ya a gente de allí, rápidamente me hice un lugar. Lo que te carcome es el hecho de haber entrado por tu propio pie. Seguramente, si no hubiera tenido que entrar a pagar “sólo” tres años y, hubieran sido diez o más, mi decisión hubiera sido otra.
Debo decir que ya no entraba como preso preventivo, sino que era un penado con todas las de la ley. Una condena que cumplir y, en teoría, un tratamiento que seguir. Mi primera entrevista en el módulo fue con mi tutora y criminólogo, quienes me dejaron claro por dónde irían los tiros. Siempre, al empezar una entrevista con una persona nueva, te hacen contar tu historia. El por qué has entrado en la cárcel, el por qué del delito y los hechos que te llevaron a hacerlo… Aquí fue el primer choque. Yo estaba preso por un delito que no cometí y, a pesar de que antes de entrar sabía perfectamente que admitiendo el delito saldría antes, no pude hacer otra cosa que defender mi verdad. Les conté todo cuanto sabía, lo que recordaba de mi proceso, y el por qué creía que estaba allí. Lo primero que me dijo el criminólogo fue que si no admitía el delito me comería la condena a pulso, o sea, que pagaría los 5 años íntegros. Yo sin vacilar le dije: “Pues a pulso me la como”. No entendía nada, pero lo único que sé es que ni en ese momento, ni en ningún otro, podría mentirme a mí mismo, echando por tierra todo lo que habíamos luchado para que se hiciera justicia. Terminamos casi a gritos. Él tildándome de poco práctico e inmaduro, mordiendo su carpeta,  rojo de la ira, y yo riéndome un poco de la situación, mientras le decía que según mi parecer el que necesitaba un programa de rehabilitación de ira era él. En medio, se encontraba mi tutora, que intentaba mediar y poner orden, básicamente calmando al criminólogo. La situación era patética. No me podía creer que el Estado me pusiera en manos de esa gente, que ni siquiera era capaz de controlarse a sí misma para rehabilitarme. Les dije que no entendía cómo podrían reinsertarme y rehabilitarme alejándome de mi entorno social, de mi familia, de mi trabajo y de mis estudios; encerrándome con gente que ellos consideraban delincuentes, para convertirme en mejor persona. Le dije que fuera directo conmigo, que aceptaría el castigo y la venganza, que me había presentado voluntario y estaba dispuesto a cumplir mi condena, pero que no me trataran de imbécil, que no me hablaran de reinserción o rehabilitación y todas esas patrañas que se inventan para justificar esos muros y su trabajo. La cosa se caldeó, aún más, cuando le dije que por ley no tenía por qué admitir el delito. Que había cumplido todo lo que me había indicado el juez y que tan sólo esperaba que ellos hicieran su trabajo. Y que, en última instancia, no iba a ser tan fácil venderme la historia de que estaban allí para ayudarme. Creo que la conversación se alargó más de una hora. No recuerdo todo lo que se dijo, pero sí la ira que me generaba saberme dependiente de estas personas. Ser consciente de que mi libertad estaba en sus manos. Que simplemente con su arbitrariedad podían destruir una vida. Al salir me sentía aliviado por haber defendido todo lo que creía, por haber sido sincero conmigo y con ellos, pero también que la había cagado gorda, que me había peleado exactamente con la gente con la que no debía hacerlo. En el fondo, me daba igual. Podía soportar el peso de pasarme tres años más en la cárcel, pero no podría aguantar el hecho de haberme retractado de saber la Verdad. Lo único que quería era poder llegar a viejo, mirarme al espejo, y decir que a pesar de todo había hecho lo que creía correcto, aunque esto me hubiera complicado la vida. Hay momentos clave en los que nos demostramos quiénes somos, no llegan a ser muchos en la vida, pero hay tres o cuatro encrucijadas vitales en las que en un momento dado se debe escoger un camino. Yo escogí ese, y a pesar de lo duro que ha sido recorrerlo, creo que me ha aportado mucho más de lo que me ha quitado.
Otra entrevista memorable fue con mi psicóloga cuyo nombre no recuerdo. Creo que se llamaba Anna. Con ella tuve otro debate, aunque bastante más sencillo de “ganar”. Casi insultantemente sencillo (insultante para ella, claro). En un momento comenzó a llamarme “anti-sistema”  y a preguntarme por qué lo era. Se quedó muda cuando le contesté que básicamente lo era porque había gente como ella defendiendo este sistema. Que en el fondo todos éramos anti “algún sistema”, que ella seguramente lo sería en Cuba, o sería una hipócrita. También le comenté que gente como Nelson Mandela o Martin Luther King habían sido considerados así, personas a las que seguramente ella admiraba y que, probablemente, también ellos habrían tenido que defender su postura frente a la voz cantante del poder. En este caso representado por ella. Ésta y muchas cosas más en un monólogo de rabia que le vomité en la cara. Ante su mirada de estupor, y al fijarme que llevaba un crucifijo, le pregunté “¿es usted cristiana, no? Pues que sepa que Jesús también estuvo preso, y fue considerado el gran anti-sistema de su época. Que irónico que ahora lo lleve en el pecho”. Me levanté diciendo “Creo que la conversación ha terminado”. Y el colmo fue cuando, al irme, gritó a mis espaldas y me dijo: “¡Hemos terminado porque lo digo yo!”.
Tras mi entrevista-pelea con mi tutora Iara, mi criminólogo conocido como “la Heidy” (que como dato a destacar había sido carcelero en Brians) y el desastre de mi presentación ante Anna, se me comunicó que me cambiarían de equipo de tratamiento por gente “más preparada”. Toda la situación me parecía demasiado chistosa como para tomármela en serio, a pesar de saber que se decidía mucho con esto. Claramente estaba preocupado, pero era todo tan irreal, que costaba creérselo. Mi nueva psicóloga se llamaba Samanta. Mi nuevo tutor, Jordi. También me cambiaron de criminólogo y asistenta social, aunque con ellos no tuve casi contacto. Tras un par de entrevistas con Samanta, que se movía con bastante más cautela en ciertos temas, y era bastante más hábil en generar conversación, -lo cual, en cierto punto, lo consideraba peligroso y me hacía estar un poco más alerta- se me comunicó que no haría el tratamiento de rehabilitación de violencia en grupo (D.E.V.I.) y que, a la vez, se me trataría individualmente para no interferir en el tratamiento de los demás. Al menos  fueron sinceros diciendo que no podrían avanzar conmigo en una clase, ya que seguramente estaría rebatiendo todo el rato al psicólogo, poniendo a los presos en su contra y generando situaciones conflictivas. También me dijeron que en futuras entrevistas siempre habría dos profesionales, y que no me dejarían hablar solo con uno a la vez, aunque esto al final,  no se llevó a la práctica. Así empezó mi odisea de rehabilitación orientada a trabajar mi empatía hacia la víctima. A pesar de ello, desistieron rápidamente de forzarme a reconocer el delito. Aunque esto no implicara que de vez en cuando sacaran el tema a ver si en algún momento “caía”. Al principio fue todo bastante “experimental”. Algunas terapias eran tan básicas como pegarle a un saco de boxeo para desahogar la rabia. Otras eran más perversas. Una vez me propusieron una salida para después denegármela y ver así cuál era mi reacción. El caso es que hay que terminar el tratamiento para pedir cualquier tipo de beneficio penitenciario, y a pesar de saber que mis acciones no eran de lo más práctico, queda claro que yo buscaba la libertad. O sea, que en muchos momentos, tan sólo tienes que responder lo que ellos quieren escuchar y jugar en esa delgada línea que delimita lo que ellos quieren y lo que tú buscas.
Tampoco fue muy bien recibida por la Junta de Tratamiento mi voluntad de retomar mis estudios universitarios de historia, aunque mi intención era orientarlos hacia la antropología y argumentara por ello, que con un título podría encontrar un puesto laboral bastante mejor remunerado. La idea era que me pusiera a trabajar en lo que fuera y destinara parte de mi mísero salario carcelario cubrir la deuda por responsabilidad civil, que asciende a millón y medio de euros, orientados a reparar los daños hacia la “víctima” y a su familia. Si no lo hacía así  tampoco obtendría ningún beneficio. Busqué trabajo y al final, gracias a los presos y, por supuesto, sin ayuda alguna de carceleros ni tutores, logré entrar en la limpieza del gimnasio-polideportivo y emepcé a cobrar la estupenda suma de 120€ mensuales por seis horas de curro diario, seis días a la semana. Lo bueno es que el trabajo me permitía disponer del gimnasio y las instalaciones a voluntad, entrenar a diario, jugar a baloncesto y a lo que quisiera, tener contacto con gente de otros módulos y montarme mi propia rutina para acelerar el paso del tiempo.
Así fue como empecé a centrarme en el ejercicio físico como vía de desahogo y pasé de ser un delgado punki de 72 kg. a un maromo de 84 kg. casi sin darme cuenta. Realmente me sentó bastante bien. Gracias al ejercicio no fumaba tanto porro y la tentación de las drogas duras, siempre tan presente en prisión, se diluía. Me sentía más anímico mentalmente como, por supuesto, físicamente. Comía más y mejor, dormía del tirón y durante el tiempo que entrenaba, ya fuera jugando a baloncesto, haciendo ejercicios de resistencia y carrera o un poco de pesas no había nada más salvo yo y el trabajo/juego en el que estaba metido. Comía, entrenaba, leía, escribía y dormía… eso y poco más. Me centraba en mí, el ejercicio, la lectura y mantener el contacto con el mundo exterior y mis amigxs a través de cartas que iba recibiendo y contestando a diario.
Con los carceleros del módulo tampoco fue tan fácil que se acostumbraran a mi presencia. Tan sólo por mi estética (piercings, cresta, rastas, siempre de negro…) ya comenzaron a perseguirme e intentar intimidarme con la mirada. Al cabo del tiempo llegaron los primeros cacheos en busca de “material anti-sistema” en mi chabolo, la lectura de cartas, y demás “detalles” difíciles de explicar claramente, pero que uno huele, de desprecio hacia mí. También hay que decir que el sentimiento era mutuo, pero los únicos que tenían una responsabilidad profesional de neutralidad debían de ser ellos, al menos en teoría. Dejar claro que tampoco les daba muchas oportunidades de joderme e intentaba en la medida de lo posible hacer mi vida, lo más alejado de los de azul, cosa complicada cuando convives con ellos a diario. Te levantan por la mañana y te cierran la puerta por la noche, pero en cierta medida se puede conseguir. Un par de funcionarias sí que se me acercaron para dialogar realmente, los demás, simplemente se acercan a los presos en busca de información (chivatos) o para humillarlos, cachearlos, o ponerles un parte. Por más sonrisa que me ponga uno, nunca me he sentido cómodo hablando más de cinco minutos con ellos. Los únicos funcionarios con los que en algún momento pude llegar a perder algo de esa distancia fue porque ellos mismos se distanciaron de sus compañeros, saltándose el reglamento, o bien, hicieron cosas que de alguna manera, me ayudaron. Para mí, esta gente siempre ha sido una incógnita, y les veía en la cara esa intranquilidad de saberse en una posición, en una labor, que mejor no existiera. De hecho, así me lo verbalizaron un par de ellos.
Mi rutina se vio obviamente interrumpida por varias circunstancias, pero me gustaría contar dos hechos de relevancia en el trascurso de estos años. El primero fue cuando se me comunicó que tenía otra causa y un juicio nuevo en Zaragoza. Se me acusaba de usurpación. Fue un golpe en toda la cara, pues estaba esperando mi 100.2 y otra causa podría significar la suspensión de toda esperanza de salida, permiso, u otro tipo de beneficio al que pudiera optar. No era un delito grave ni mucho menos, de hecho era una pena-multa, que en caso de no ser pagada, podría llegar a efectuarse con más días de encierro. Pero en ese momento me cayó como un jarro de agua fría y lo plasmé de la siguiente manera:
En estos momentos me cuesta escribir pero debo hacerlo, ya no pienso con claridad y la rabia, la impotencia y la pena se entremezclan en lo más hondo de mi ser, quiero llorar y no puedo, podría, pero no quiero, no quiero derramar ni una sola lágrima en este lugar que no se lo merece, no quiero darle el placer a estos muros de verme mal, cansado o triste, no les daré ese gusto. Debo ser fuerte, afrontar lo que he hecho y dar la cara como siempre he hecho… No se puede ir a la guerra esperando no recibir ni una bala.
Me acaban de comunicar que tengo otra causa pendiente: En el desalojo del “C.S.O. Merkaos”, en Zaragoza, fui identificado y detenido junto a otros compañeros y amigos. Ocurrió el año pasado y hoy pago las consecuencias ¿De qué se nos acusa?: ¡Coacción! El cobarde y especulador dueño del local que había dejado casi en ruinas, un antiguo mercado al que nosotros y tantos otros dimos vida, dice que por culpa de haberlo okupado no pudo alquilarlo. Misteriosamente, luego del desalojo, lo tapió completamente. Estoy seguro que si sobre él no hubiera un edificio, lo habría mandado a demoler directamente. ¡Qué asco de persona! ¡Escupo sobre todos los de su calaña!
Ahora me recrimino, en ese entonces estaba en libertad condicional y podría haber sido más cuidadoso, lo sé, podría haber esperado un poco, mantenerme al margen y no participar… pero quienes me conocen de verdad saben que no puedo, saben que sería engañarme y negar quien soy, saben que sigo estando ahí, con ellos en cada paso que dan, en cada lucha, en cada batalla, ganada o perdida. Quienes me conocen saben que sufro más mi encierro por el hecho de no poder estar a vuestro lado, apoyándonos unos a otros, denunciando, reivindicando y organizándonos, que por el hecho de salir de este claustro y qué sé yo… poder estar en una terraza tomándome una birra, por ejemplo. Sufro más mi encierro por lo que está pasando mi familia, mi madre y mis hermanxs, Kata y Karlos… mi abuela que ha viajado desde Chile, esta semana, para poder verme, aunque sea a través de un asqueroso cristal y luego una hora y media de vis a vis familiar en el que nos pudimos abrazar y mirarnos a los ojos, y decirnos de todo en complicidad, como si una hora y media pudieran compensar casi siete años de lejanía. Sé todo lo que estás pasando madre, sé todo lo que sufres al verme aquí y sé el disgusto que te dará el saber que mi salida de estos muros, que esperábamos cercana, no lo es, al menos no cuando creíamos.
Ahora me recrimino por no haber sido más listo en el momento adecuado, pero si una cosa he aprendido es que no vale la pena mirar atrás, asumiré lo que haya que asumir. Siempre supe que luchar por mis ideas podía traer consecuencias, que el sentir, pensar y actuar con el corazón son gestos y actos que comportan riesgos, que ser consecuente hoy en día es peligroso y, en ciertos casos, un delito. He intentado ser un espectador pasivo ante la vida, pero mi naturaleza es la de un luchador activo ante ella, en ella, por ella… ¿Cómo sentir sin pensar?¿Cómo pensar y quedarse de brazos cruzados? La mala noticia de hoy me la ha comunicado mi psicóloga de aquí, en la Cárcel de Quatre Camins. Me preguntó luego: “¿Pero Lanza… no puedes ser simplemente un okupa sin okupar?” Que cada uno saque sus conclusiones…
Ahora me siento estúpido por haberme ilusionado en salir “pronto”, me siento mal y cruel por haberles dado expectativas a mis amigos y familia de que pronto nos podríamos abrazar en la calle. Miro por la ventana y los barrotes se me clavan como agujas en mis pupilas. Odio la cárcel con todo mi ser, la odio tan profundamente como amo a quienes luchan por derribar sus muros. Sí, hoy me siento mal y necesitaba escribiros a todos, aunque estas palabras no salgan de aquí, necesitaba llorar tinta sobre esta hoja de papel, necesitaba abrazarme con los demás presos y sentir su apoyo, necesitaba sentirme cerca de vosotros, acompañado, necesitaba encontrar fuerzas en mí, ordenar mis ideas, convertir esta frustración en amor, en rabia, en rebeldía. Jamás pensé que el precio por luchar lo pagaría tan caro. Ya llevo casi dos años y medio preso por un delito que no he cometido y ahora esto otro. Jamás pude imaginar que la lucha por la libertad iba a ser tan dura. Era consciente de algunos riesgos, pero no me esperaba esto, creo que nadie se lo espera. Muchos dirán que he pagado un precio demasiado alto, pero tampoco lo veo así. He ganado los mejores amigos que podría tener, me siento rodeado, aún en esta soledad carcelaria, de compañeros que empatizan conmigo, he ganado el poder levantar la cabeza cuando los demás esperan que me derrumbe, como hoy por ejemplo; tengo una familia que me ama y me apoya, me conoce y entiende mi postura a pesar de lo que implica, de lo que conlleva. No, realmente no creo que el precio sea demasiado alto, ya que si lo pienso aún no me han quitado nada y no dejaré que lo hagan. Puede que me hayan arrebatado unos años de libertad, pero lo que no saben es que nunca he dejado de ser libre.
Hoy he sentido mis fuerzas flaquear, pero me levanto listo para otra batalla, listo para seguir luchando. Hoy he recibido un golpe duro, lo sé, pero levanto los brazos y armo mi defensa, consciente que con la vida que he escogido recibiré muchos más: Hoy he logrado encajar este golpe, mañana seré yo quien golpee, seremos nosotros, todos juntos.
Poco después entendí que no servía de nada caer en el victimismo o hundirme en lamentos. Que hiciera lo que hiciera ya no dependía de mí y que, en realidad, no fue tan grave. Como era simplemente una falta con una petición fiscal de multa, no debería interferir en una condena de penado. Así fue, pero lo importante era que tenía que ir a la cárcel de Zuera (Zaragoza), en traslado, para comparecer en el juicio.
Al cabo de un tiempo, ya de vuelta, empecé a asistir al taller de teatro y audiovisuales que impartía  una asociación llamada Teatro Dentro. Conocía de antes a Thomas, quien era director de teatro y gran amigo de Rita, con quien había hecho audiovisuales en el C.P. Trinitat. Conocí a Jose, quien era director de cine documental e hice muy buenas migas con él. De hecho, aún seguimos en contacto, también con Renata y Esperanza especialmente. Lo que me gustaba no eran tanto los talleres de teatro en sí, sino el ambiente que se creaba y la complicidad entre nosotros, la armonía de grupo y la metodología de trabajo en general. Se nos daba libertad de crear y manejarnos en nuestros propios tiempos y espacios. Era como estar entre amigos y, de hecho, logramos crear un espacio donde compartir algo más que un trabajo. Realmente, hay que agradecer enormemente a las personas que se acercan a uno, en esos lugares, de esta manera, sin prejuicios ni intenciones poco claras. Rápidamente, encontré otro espacio donde ser yo de verdad, sin la presión de las cámaras y “el gran hermano” siempre presente, al menos en cierta medida. Al final, incluso logramos montar una batería cuando se jubiló la profe de música y pude retomar mi gran pasión por tocar. La montamos en una salita semi-insonorizada, nos turnábamos las tardes con otros compañeros para que todos pudiéramos hacer uso de ella. Fue bastante divertido y de gran ayuda para ir soltando un poco todo eso que se te va acumulando con el paso del tiempo. Daba gusto tener otra actividad que no fuera sólo el deporte, poder ensayar y compartir con gente a la que aún hoy llevo muy dentro de mí y la considero amiga de verdad.
Casi sin darme cuenta, pasó un año. Por otra parte se me había pedido un 100.2, -artículo del que disfruto ahora-, tras terminar mi tratamiento individualizado. Me fue denegado por la Audiencia Provincial de Barcelona tras el recurso del fiscal porque, y cito textualmente :
“se pone de manifiesto que se trata de un individuo de ideología antisistema en general, con una total falta de asunción delictiva, que en ningún momento de su trayectoria ha reconocido su actividad delictiva”.
Este fue otro de los golpes duros, pues una vez que logré que mi junta me pidiera el 100.2 para poder salir a trabajar, nadie esperaba que lo rechazaran y, menos aún, después de que el juez de vigilancia lo hubiera aprobado. No hay nada peor que esperar algo que no llega, y cuando ese algo es la libertad, la espera es un calvario. Ahora lo veo como algo lejano pero supongo que lo mejor sería dejaros con las palabras de aquel momento:
Es difícil escribir cuando tienes tanto que decir y no encuentras las palabras, cuando estás ante la hoja en blanco y no sabes por dónde empezar, cuando hace unas pocas horas has visto a tu madre tras un cristal intentando sonreírte y ser fuerte, mientras ves el cansancio y la tristeza en sus ojos. Es complicado transmitir los sentimientos que esto conlleva, describir la cárcel, sin caer en obviedades o extenderme demasiado. Creo que lo mejor es dejarse llevar por ese instinto natural que nos hace odiar este tipo de instituciones. No he sabido de ningún caso en el que se le pregunte a un/a niño/a qué quiere ser de mayor y que responda que quiere ser carcelero. Tampoco sé de ningún padre o madre que lo desee para sus hijos. No hay nada más ruin y cobarde que negarle a alguien su libertad.
Entre rejas, el tiempo se comporta de forma muy caprichosa y bizarra. No me doy cuenta y pasan los años a la vez que un día por si sólo se me hace eterno. Han pasado cinco años desde ese 4 de Febrero de 2006 y no sabría definir cómo han transcurrido. Sospecho que para cada persona el tiempo pasa de un modo distinto. Ahora sigo aquí, entre acero y hormigón, luchando por mantener esa parte de mí que me hace ser quien soy, esa parte de mí, que se duele de cada segundo de encierro, lejos de los míos, que me incita a levantarme y a mantenerme con la frente en alto, que me recuerda que no estoy sólo, que lo importante es cómo nos enfrentamos a lo que nos toca vivir y no tanto los sucesos que nos abruman, que se puede ser libre entre rejas, mientras miles de personas se creen libres sin serlo, encadenadas a sus rutinas y prejuicios, presas de su ignorancia y egoísmo.
Es duro darte cuenta que la cárcel forma parte de tu vida. Es duro aclimatarse a estos patios y pasillos, a sus desdichas y miserias, sin embargo es necesario, para seguir sonriendo y darse cuenta de que aún en los lugares más insospechados hay espacio para la alegría, la complicidad y la amistad, la desobediencia y la dignidad. Es necesario para ver, como, a pesar de los esfuerzos por subyugarnos y amansarnos, no logran resquebrajar nuestro espíritu ni nuestros deseos de ser salvajes. Para restregarles en sus caras como, a pesar de sus intentos de separarnos, nuestra amistad es algo que nunca lograrán derribar, por más muros que erijan, por más barrotes que construyan en mi ventana.
Ahora, tras más de tres años entre rejas, me deniegan las salidas basándose en que siempre he defendido mi inocencia y mi forma de pensar… ¿Pero cómo quieren que piense si ellos mismos me han mostrado lo podrido que está todo? ¿Cómo esperan que admita algo que no he hecho? ¿Cómo esperan que actúe cuando lo único que me han enseñado es a odiar? Me niego a ser sumiso y obediente, a responder “sí señor” como un autómata, rehúso ser domesticado. He sido sutil y cauto mucho tiempo y lo único que he logrado ha sido ver cómo se denegaba mi derecho a la libertad, derecho que no pienso mendigar ni ahora ni nunca, sino exigirlo, cogerlo, sin importar cuánto tarde en ello. A veces pienso que lo único que falta es que me quieran marcar con una “A” al rojo vivo. Ahora me etiquetan cómo antisistema y se esfuerzan en hacerme creer que por ello merezco un castigo más severo. El antisistema hoy en día es aquél/la que le recuerda a la sociedad cuáles son los valores que ésta dejó de defender hace años, si es que alguna vez lo hizo. No deja de ser paradójico que se nos castigue por ello. Supongo que el poder es demasiado orgulloso para admitir sus defectos, más aún, cuando quién le pone el espejo en la cara es un punki inmigrante sudaka en la cárcel. La vida es demasiado irónica por si sola.
A pesar de todo, sigo sonriendo y soñando. A veces imagino que no hay nadie, lo suficientemente arrogante, como para juzgar a otro y menos aún para condenarle, que nadie juega a ser dios. A veces imagino que no hay muros ni fronteras, que los patios no son cuadrados y la gente no viste uniformes. A veces imagino que mis amigos no tienen porqué contentarse con verme tras un cristal, que no hay necesidad de estar aquí escribiendo en una fría celda para decirles lo que pienso, que estoy con ustedes ahora mismo, enfrente vuestro y nos podemos abrazar, podemos llorar y brindar juntos. A veces cierro los ojos e imagino el día en el cual la libertad no suponga luchar día a día, a todas horas y contra viento y marea, sino relajarse y dejar que las cosas fluyan, en paz. Es en esos momentos, en los que me doy cuenta de que saldré de aquí con la dignidad intacta y podré decir que, a pesar de los años en los que me retuvieron y secuestraron en una celda, a pesar del dolor y los muros que me rodean, nunca me han tenido.
Estaba convencido de luchar por mi verdad y sentía que si no me ayudaba a mí mismo nadie lo haría. Intentaba convencerme de que lo importante no es cuándo salir de la cárcel, si no cómo salir de ella. Poder llegar a mayor y mirarme al espejo sabiendo que he podido cometer errores, pero consciente de haber escogido en cada momento el camino que creía correcto.
El 26 de Abril de 2011, se quitaba la vida tras 6 meses en tercer grado, en la Cárcel de Wad-Ras, mi compañera Patri. Jamás había derramado una sola lágrima en mis años de cárcel, pero eso fue demasiado y, ahí mismo, intentando que los demás presos no me vieran, no pude contener el llanto. Una pequeña parte de mí murió en ese instante. Aún llorando, llamé a Borja, simplemente para hablar y soltarme, pero no era capaz de hablar, tan sólo recuerdo decirle que todo era injusto, que no entendía nada y que Patri era la persona más noble y transparente que había conocido en años. Nos escribíamos cartas de una cárcel a otra, para darnos apoyo, me enviaba sus poemas y sentía un lazo con ella que sólo sentía con mis mejores amigos y mis hermanos. Una complicidad en el silencio que nos hacía entendernos mutuamente sin siquiera hablar. Se había ido para siempre y me llenaba de rabia no haber tenido oportunidad de compartir con ella todo lo que me hubiera gustado. La cárcel me había quitado esa oportunidad. Más que nunca sentí cólera por no poder estar con sus amigos en esos momentos, no poder llorarla como es debido. Los siguientes días los tengo borrosos, dejé incluso de entrenar, de leer y escribir durante dos largos meses, en los cuales Gytis me cuidó como un hermano mayor. Me preparaba ensaladas y comidas ricas para que me entraran ganas de comer. Intentaba distraerme con otros temas, pero a la vez era con quien podía hablar sobre lo que me pasaba por dentro y me escuchaba atento, opinando desde el respeto de quien también ha sufrido. Me acompañó durante todo ese proceso haciéndolo más llevadero. La pena fue dejando paso a la rabia, ésta me recordaba el por qué era tan importante seguir defendiendo todo lo que habíamos luchado para llevar adelante nuestra Verdad. Hoy por hoy, no doy ni un solo paso, no digo ni una sola palabra sobre la cárcel, sin pensar en ella. Es un peso que llevo cada día y a todas horas. Había conocido compañeros entre rejas que de un modo u otro habían perdido la vida en estos muros, algunos debido a la droga, otros por las palizas sufridas por parte de carceleros o sus desatenciones cuando, por motivos médicos, pedían ayuda, pero nunca sentí tanto odio hacia esta mierda de institución como entonces. Si fuera por mí, en ese momento, quemaba toda y cada una de las cárceles del mundo, sólo con gasolina y una cerilla. Imaginaba formas de vengarme de algún modo u otro, de desahogar mi dolor ¿Pero cómo? ¿Ante quién?
El mismo día que lo supe vino a hablarme mi tutor, Jordi. No recuerdo bien lo que me comentó. Obviamente venía a hablarme del asunto, como así me dijo. Que se habían enterado de lo ocurrido, que lo lamentaban mucho, que si cualquier cosa podía hablar con él… Sólo el asco que me daba su cara en ese momento y cómo éste se reflejaba en mis ojos lo dejó todo claro. No sé ni cómo mantuve la compostura para decirle: “Mira, ahora mismo no quiero hablar, y menos con nadie de prisiones”. Me levanté y me fui con los puños cerrados y el alma rota.
Tras lo de Patri, todo lo que puedo comentar a continuación, no tiene ninguna importancia. Esta sensación empapó incluso mí día a día. Comía por comer, entrenaba por entrenar y caminaba por el patio por inercia, pero al final, seguí adelante e intenté avanzar con mis metas, pero nunca, nunca permitiéndome olvidar.
Me aplicaron, por fin, el dichoso 100.2. Podía salir a trabajar de Lunes a Viernes, salvo festivos, de 7am a 8pm. Al comienzo fue la alegría, luego el cansancio. Despertarse cada día a las 6:30h para estar listo cuando me abrieran el chabolo a las 7h. Salir del talego y correr por un camino de tierra. El frío y la oscuridad de las madrugadas de campo, para alcanzar un autobús hacia Barcelona. Luego una hora de viaje hacia la ciudad y a la vuelta más de lo mismo, salir del curro a las 18h y salir corriendo para no perder el bus de vuelta. Un estrés, vamos, aparte de tener todo el día la sensación de que se te va el tiempo, corriendo de aquí para allá, comiendo mal y poco, encontrándome perdido, cansado y desorientado. El caso es que en los menos de dos meses que llevo de 100.2, he perdido cerca de 10 kilos y vuelvo a ser el punki tirillas de antaño. Tampoco me quiero quejar mucho. Salir tiene sus claros beneficios y espero con ansias un tercer grado para poder pedir un traslado a un centro de Barcelona ciudad y no matarme en viajes ni gastarme €100 mensuales en ellos. Disfruto del curro y camino por la calle cada vez más a gusto. Empiezo a ser yo de nuevo y descuento los días hasta el 31 de Diciembre de este año, momento en el que habré cumplido toda mi condena.
Aún queda un año y cada vez tengo más la sensación de que se me está haciendo cuesta arriba, pero es el trayecto final y  no voy a dejar de caminar ahora. Todavía no vivo la vida que quiero llevar, ni me dejan hacerlo, pero cada vez tengo más claro qué quiero de ella, aunque me cueste ponerlo por escrito. Como he dicho, no podría decir en una frase, ni en un libro entero, qué supuso y supone la cárcel en mi vida, mi relación con esta institución y todo lo que me ha marcado. He dejado mucho fuera en este pequeño relato, que en realidad es tan sólo un prólogo. Simplemente sé que no soy el mismo.
Realmente, creo que no voy a encontrar nunca las palabras y siempre miraré al horizonte como ese paisaje que tanto tiempo me fue arrebatado. Nunca más podré desaprovechar la oportunidad de estar con un amigo, con mi pareja, con mi madre o hermano compartiendo un momento, un abrazo, una experiencia, en este trayecto que vamos recorriendo y nos va marcando como personas. Ha cambiado mi visión de la justicia,  mi valor respecto a ella, mi idea de libertad, que cada vez se me hace más complicado definir y más necesario sentir. Me ha unido a personas maravillosas que puede que, de otra forma, no hubiera conocido. Hemos sido hermanos y nos moriremos siéndolo. Pero siempre me acompañará esa sensación de melancolía, ese lloro ahogado, ese frío que se cuela en los huesos, esa impotencia, esa amputación del alma, esa soledad que se encierra tras los muros.

FUENTE DE PROCEDENCIA
 
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HABLA SIL

El dolor del alma te puede convertir en un angel....bello por fuera y por dentro...definitivamente armónico con el universo......con una nueva pasion veraz por lo sublime que hay en este mundo....
llorar o no llorar....arrastrarse...morder el polvo....
Rodrigo se ha hecho enorme....esta lleno de fuego.....sobrepasa el horizonte como un sol.....es tremendamente fiero y justo....
ahora el veneno de la hiedra que lo habia envuelto con su capullo de espinas, se ha convertido en su interior en oro liquido, oro que circula por sus nobles venas, haciendo deslumbrar cada uno de sus dolientes pasos hacia su interior
no puedo servir de consolación.....pero puedo amarlo porque he visto lo que transmitia desde el fondo del foso, denunciando sin temor con la espada en alto, tanto como su bellisima madre, transmitiendo ambos la luz relumbrante de sus corazones separados por las paredes de los grises hombres con alma de cemento y me he estremecido de horror y de admiracion al ver su entereza, como si fuera una cosa triste pero bella a la vez, como ver el cuadro mas precioso del mundo y llorar.
Silvia Resorte.

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#NUNCA MORIMOS SOLO VIAJAMOS POR EL INFINITO#

Rosa Resorte
Kike Kangrena
Johnny Radio Corneya
PA
Dimony
Txinaski
Patricia Heras
Ana A Quemarropa
y mi mejor amiga Deborah

la proxima puedo ser yo o tu....
¡¡¡sigue viviendo intenso!!!!

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LA BARCELONA de la DINAMITA, el PLOMO y el PETROLEO
de MARC VIAPLANA

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PARADOXIA
de LYDIA LUNCH
Traducción MARC VIAPLANA

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PORNO TERRORISMO
de DIANA J.TORRES..

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QUE PAGUI PUJOL de JONI DESTRUYE..
AHORA EN CASTELLANO

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HARTO DE TODO de JORDI BCORE

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POLITICA ESTUPIDA REFLEXIONES A QUEMAROPA.
de ANGEL FERNANDEZ

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ODIO OBEDECER de XAVI MERCADE



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ROMPEPISTAS de KIKO AMAT


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BARCELONA ESTADO POLICIAL!!!!!

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Es preciso salvar este mundo de si mismo, y si es preciso a hostias!!!